domingo, 16 de mayo de 2010

miércoles, 12 de mayo de 2010

Operacion Barbarroja. Motofumi Kobayashi. Glenat



Ultima compra y tiene muy buena pinta, esperemos.

La Batalla De Anghiari version de Peter Paul Rubens del original de Leonardo da Vinci, 1505



La batalla de Anghiari (en italiano, La battaglia di Anghiari) es una pintura al fresco perdida, obra del pintor renacentista italiano Leonardo da Vinci. Algunos creen que subsiste tapada en una pared del Salón de los Quinientos del Palazzo Vecchio de Florencia.

Una pintura de Peter Paul Rubens en el Museo del Louvre, París, conocida como La batalla del estandarte, se cree que es una copia de la propia pintura de Leonardo. Rubens hizo la pintura en 1603, basándose en un grabado de Lorenzo Zacchia del año 1558. Hay varias diferencias con el original, pero Rubens logró representar la furia, las intensas emociones y el sentido de poder que estaban presentes en la pintura original.

Historia

Los dos grandes genios del Renacimiento, Leonardo y Miguel Ángel se encontraron en un momento dado (era abril de 1503), enfrentándose directamente sobre el terreno de la pintura, pues ambos recibieron del gonfaloniere Piero Soderini un encargo para decorar el Salón de los Quinientos. Miguel Ángel acababa de finalizar su David, cuando fue designado para pintar la pared de la izquierda. Es la única vez que Leonardo da Vinci y Miguel Ángel trabajaron juntos en el mismo proyecto. Ambos debían realizar una batalla: la de Leonardo sería la de Anghiari sobre la pared de la derecha, en la que vencieron los florentinos, y Miguel Ángel representaría un episodio de la batalla de Cascina, acaecida en 1364 cuando las tropas florentinas que se estaban bañando en el Arno se alertaron ante un posible ataque de sus enemigos de Pisa. Las dos pinturas debían tener 7 metros de alto y 17 de largo. El contrato de Leonardo fue firmado nada menos que por Maquiavelo.

Sin embargo, Miguel Ángel no permaneció mucho tiempo. Acabó el cartón pero sólo parcialmente la pintura. Fue invitado a regresar a Roma en 1505 por el nuevo papa Julio II y le encargaron construir la tumba del Papa. Del cartón o plantilla que Miguel Ángel realizó para pintar el mural existe una copia parcial en Norfolk (Inglaterra), y un fragmento aún más reducido fue grabado por Marcantonio Raimondi (Los escaladores), provocando la admiración de Rafael.

El 24 de octubre de 1503, el Consejo asignó a Leonardo un local en Santa María Novella para que le sirviera de estudio.[1] Leonardo da Vinci dibujó su gran cartón en Santa María Novella, representando una escena de la vida de Niccolò Piccinino, un condottiero al servicio del duque Filippo Maria Visconti de Milán. Dibujó una escena de un violento choque de caballos y una furiosa batalla de hombres peleando por el estandarte en la batalla de Anghiari. Giorgio Vasari en su libro Le Vite declara que es imposible expresar la manera magistral en la que Leonardo representó esta escena sobre el papel:

«Sería imposible expresar la inventiva del dibujo de Leonardo para los uniformes de los soldados, que esbozó en toda su variedad, o las crestas de los yelmos y otros ornamentos, por no mencionar la increíble habilidad que demostró en la forma y los rasgos de los caballos, que Leonardo, más que ningún otro maestro, creó en toda su osadía, músculos, y graciosa belleza».
Leonardo montó un ingenioso andamio en el Salón de los Quinientos que podía alzarse o doblarse del mismo modo que un acordeón. La pintura iba a ser su obra más grande y sustancial. Leonardo tenía una mala experiencia con la pintura al fresco (La Última Cena, refectorio de Santa María delle Grazie, Milán). La técnica del fresco no era apropiada para Leonardo, porque requiere una ejecución rápida y en lugar de ello Leonardo está lleno de pensamientos, de tiempos de reflexión y de lentitud. Era una técnica adecuada para Miguel Ángel, que realiza sus obras con gran rapidez y seguridad, pero no para Leonardo que en lugar de ello necesita tiempos más largos, y eventualmente incluso la posibilidad de rehacer o retocar algunas partes. Por estos motivos, Leonardo decidió utilizar otra técnica, también para darle mayor resistencia a los colores, la llamada técnica del encausto ya descrita por Plinio el Viejo. La técnica del encausto requiere una fuente de calor muy fuerte para fijar los colores sobre la pared. La composición se tenía que calentar, cuando ya estaba pintada la pared, con un hornillo de carbón de leña para que la pintura secara rápidamente. Leonardo lo probó en el taller y le dio buen resultado. Pero cuando aplicó el método propuesto por Plinio en el fresco de la Gran Cámara, los hornillos sólo secaban la parte baja; la parte superior se desprendió a pedazos, como pasta mojada,[2] o los colores se mezclaron debido a que no se pudieron secar suficientemente rápido. Entonces Leonardo abandonó el proyecto.

En realidad, a pesar del desastre, la obra estaba prácticamente acabada. Leonardo había trabajado durante un año con seis asistentes entre ellos, según dos documentos de 1505, un «Ferrando Spagnolo, pittore», lo que acaso corresponde a Fernando Yáñez de la Almedina o más probablemente a Hernando de los Llanos.

A pesar de los daños en la parte alta, entonces, la Batalla de Anghiari permaneció expuesta en el Palazzo Vecchio durante varios años; muchos la vieron, muchos la reprodujeron también, y entre ellos estuvo Rubens, que recopió la parte central, de manera que gracias a este dibujo de Rubens, se está actualmente en condiciones de tener una idea bastante clara de cómo era el fresco de Leonardo.

Las pinturas inacabadas de Miguel Ángel y Leonardo colgaron en la misma habitación juntas durante casi una década (1505- 1512). El cartón de la pintura de Miguel Ángel fue cortado en trozos por Baccio Bandinelli por celos en 1512. La pieza central de la batalla de Anghiari fue muy admirada y se hicieron numerosas copias durante décadas.

El Salón de los Quinientos del Palazzo Vecchio, que hoy es la Sala del Mayor Consejo de la República de Florencia, es el salón más grande para la gestión del poder jamás realizada en Italia. Hoy mide 54 metros de largo y 18 metros de alto, pero en los tiempos de Leonardo era distinta: era más espartana y menos decorada. La transformación se produjo a mediados del siglo XVI (1555-1572), cuando el Salón fue ampliado y reestructurado por Vasari y sus ayudantes, de manera que el Gran Duque Cosme I de Médici pudiera alojar a su corte en esta cámara. En lo alto hizo realizar el techo dorado con casetones en el que se representa el triunfo de Cosme, el nuevo soberano de Florencia, y la sumisión de la ciudad y de la región. Durante esta transformación se perdieron obras famosas pero inacabadas, incluyendo la Batalla de Cascina de Miguel Ángel y la Batalla de Anghiari de Leonardo da Vinci, pues en los lados pintó seis frescos, símbolo de la potencia de los Médicis: por un lado la toma de Siena y por el otro la derrota de Pisa.

Descripción de la obra

El fresco representaba a caballeros y caballos animados por una profunda torsión. Los personajes de la escena, de hecho, luchan incansablemente por obtener el gonfalone o estandarte, símbolo de la ciudad de Florencia. La escena refleja el pensamiento del artista fundado en una visión pesimista del hombre, que debe luchar para vencer a sus propios miedos.

¿Existe todavía? Posible recuperación

El Salón de los quinientos del Palazzo Vecchio, que entonces era la Sala del Maggior Consiglio della Repubblica di Firenze (Sala del consejo mayor de la República de Florencia), es la sala más grande para la gestión del poder realizada nunca en Italia. Hoy tiene 54 metros de largo por 18 de alto, pero en los tiempos de Leonardo era muy distinta; más espartana y menos decorada. Fue Giorgio Vasari quien al transformarla a petición de Cosme I de Médici, para acentuar su belleza, la acortó y la alzó en unos 7 metros. En lo alto se realizó el techo dorado con paneles sobre los que se observa el triunfo de Cosme, el nuevo soberano de Florencia, y la sumisión de la ciudad y de los cuarteles.

Maurizio Seracini, un experto italiano en análisis de arte de alta tecnología, cree que detrás de uno de estos murales de Vasari, la Batalla de Marciano en Val di Chiana (1563), está escondido el fresco original de Leonardo da Vinci. Sobre lo alto del fresco de Vasari, a 12 metros del suelo, un soldado florentino mueve un estandarte verde con las palabras «Cerca trova» («El que busca encuentra»). Estas palabras enigmáticas parecen ser una pista de Vasari, quien siempre habló en términos de gran consideración hacia los frescos de Leonardo da Vinci. Vasari sintió una gran admiración por Leonardo y no habría probablemente osado destruir una obra suya. En la pared oeste había 4 ventanas, hoy tapiadas por lo que no podría haber alojado la pintura, pero en la este sólo había 2 ventanas, y es aquí donde se ejecutó el mural. Vasari es muy claro en sus escritos: el lado izquierdo de la pared se reservaba a Miguel Ángel, y el derecho a Leonardo y, considerando todas las modificaciones que ha sufrido el Salón, se ha calculado que el núcleo de la pintura, el más famoso, probablemente se encuentra en la zona sobre la puerta del sureste.

Seracini cree que es improbable que Vasari destruyese la obra de su predecesor durante su renovación del Salón de los Quinientos y que habría intentado salvar de algún modo la pintura. Usando técnicas no invasivas, como radar de alta frecuencia que penetra en la superficie y cámara termográfica, Seracini hizo una investigación en el Salón. Entre otras conclusiones, encontró que Vasari había construido otra pared en frente de la pared oriental donde se documentó la existencia del fresco original de Leonardo da Vinci. Seracini afirma que encontró un hueco de 1 a 3 centímetros entre las dos paredes, suficientemente grande para que se conservase el antiguo fresco.

Obviamente la hipótesis, pero sobre todo el deseo, que una obra tan grande, aunque no exitosa, tan cargada de historia, se encuentre aún y que quizá se encuentre sólo a pocas decenas de centímetros del observador, desencadena la fantasía de muchas personas.

A principios de 2007, el ayuntamiento de Florencia y el Ministerio italiano de Cultura han dado luz verde a mayores investigaciones

Texto: http://es.wikipedia.org/wiki/La_batalla_de_Anghiari

viernes, 7 de mayo de 2010

The Steel Helmet. Samuel Fuller 1951





THE STEEL HELMET (Casco de acero, 1951) supone no solo uno de los primeros exponentes de la filmografía como realizador de Samuel Fuller sino, sobre todo, su primera aportación dentro del cine bélico. Será este uno de los géneros que el norteamericano frecuentó con más incidencia a lo largo de su trayectoria, dejando en sus propuestas no solo unos rasgos de descripción psicológica, la plasmación de conflictos inmanentes a sus personajes y al propio contexto social norteamericano, o un notable desprecio por el desarrollo de una acción más o menos convencional. Por el contrario, incorporó el máximo grado de abstracción posible para plantear un título tras otro la atrocidad generalizada que supone el hecho de la guerra. Se trata este último de un concepto que le fue negado a la hora del análisis de todos estos títulos, al través de la mirada de unos comentaristas que parecían escandalizarse de los diálogos y las situaciones que mostraban el conflicto racial existente en una Norteamérica que necesitaba de todas sus etnias para participar en el hecho bélico, pero que en la vida diaria, mantenía recluidos los derechos de dichas minorías como si estos fueran seres “de segunda”. Fuller no desaprovechó la oportunidad que le brindó Robert Lippert para realizar, con un presupuesto de poco más de cien mil dólares y apenas diez días de rodaje, una recreación de las andanzas de una patrulla de soldados norteamericanos en la guerra de Corea. Gracias a ese rápido rodaje, THE STEEL… se convirtió en el primer exponente cinematográfico de dicho conflicto bélico, logrando por ello un notable éxito popular, aunque fuera recibido con polémica entre la crítica USA de la época.



No es de extrañar que ello sucediera, ya que en ejemplos como este resulta mucho más fácil detenerse en analizar la superficie, que intentar profundizar en aquellos elementos que finalmente permiten considerar la valía de esta primera apuesta de Fuller en el género bélico. Digamos a este respecto que THE STEEL… queda definida como un claro ejemplo de la serie B norteamericana. Desde un cast formado por actores característicos pero ninguna estrella o primera figura de la profesión –en el que utilizaría por vez primera en su cine al entonces debutante Gene Evans-, pronto atisbaremos que prácticamente la película se desarrollará en dos escenarios muy concretos, el primero de los cuales será un nocturno cubierto de niebla y rodado evidentemente en estudio. Pese a esas limitaciones materiales, el realizador se las ingeniará para ofrecer un auténtico apólogo moral logrando plasmar un auténtico microcosmos, que tendrá su inusual ágora en ese templo budista que tomarán inicialmente de manera respetuosa los norteamericanos, hasta que poco a poco comprendan que están siendo observados por un gran número de soldados japonenses, e incluso antes de dicha “invasión” ya desde lo alto del campanario uno de los coreanos ha estado a punto de matar a los soldados. Es decir, nos encontramos con un terreno abierto para la abstracción, en cuyo contexto concreto en apariencia pero en realidad difuso, Fuller dejará entrever algunos de los elementos temáticos con los que irá conformando su filmografía posterior. Entre ellos, la plasmación del absurdo y la locura colectiva que supone la guerra, al tiempo que una mirada revestida de cierta enjundia en torno a la diversidad social e incluso el alcance de las minorías en la realidad norteamericana. Serán facetas estas, que tendrán sin duda un desarrollo más profundo y perfilado en títulos posteriores, pero no es menos cierto que planteado en una película de iniciales cortos vuelos –su coste apenas superó los cien mil dólares- y en un contexto en donde era aún difícil emerger del carácter apologético a la hora de tratar desde cierta perspectiva crítica el conflicto de Corea. A partir de dicho contexto genérico, es donde quizá cabría apreciar en su justa medida el carácter revulsivo que THE STEEL… planteó en su momento. Sin embargo, no creo que sea esa la vertiente por la que deberían valorarse las cualidades más evidentes de la propuesta, ya que estas se centran en la intensa puesta en escena que el norteamericano logra desplegar desde el inolvidable comienzo del metraje. Ese primer plano de un casco que preside los títulos de crédito, y que nos anunciará el inicio de la angustiosa odisea de un soldado –único superviviente de una escaramuza que ha dejado su alrededor sembrado de cadáveres-, que en travelling mostrará el hecho de encontrarse atado con las manos a la espalda. A partir de ese impactante comienzo –muy pronto Fuller comprendería que no había nada mejor que un buen planteamiento de partida para lograr prender instantáneamente el interés del espectador-, la película planteará la habilidad del realizador para crear una atmósfera casi fantasmagórica, jugando prácticamente con el uso de nieblas artificiales en un bosque creado en estudio, y en donde las leves acciones permanecerán dominadas por la ubicación de los actores dentro del encuentro, o el uso de los tiempos muertos. Un fragmento este casi pesadillesco en su aparente simplicidad, que nos permitirá un bloque más amplio desarrollado en el interior del templo budista –admirable ese plano que describe la magnificencia exterior del mismo enmarcado en la frondosidad del bosque-. A partir de la ubicación del pequeño comando en el templo, se desplegará una combinación de pequeños episodios, algunos dominados por su tensión puramente física –la granada a la que se le ha soltado la espita y que se encuentra en la barriga del teniente Driscoll (Steve Brodie)-, o en otros momentos estableciendo los matices –algo toscos vistos con la distancia del paso de más de medio siglo- en donde se plantean reflexiones sobre la diversidad étnica existente en la Norteamérica de aquel tiempo.



Unamos a ello la oportuna descripción de la tipología de personajes y, sobre todo, la espléndida utilización del decorado en donde se describe la acción –especialmente memorable resulta el aprovechamiento iconográfico que se ofrece de la figura central del buda, que en no pocos momentos parece cobrar vida propia, expresándose mediante la planificación como auténtico referente moral de las acciones de los improvisados inquilinos del templo, que han violentado con su presencia la previa paz que regía el mismo antes de su llegada. Esa mezcolanza de situaciones y elementos, son tratados con destreza por la mano de un realizador que sabía ofrecer un acusado sentido de la progresión en sus relatos, que siempre apelaba por la originalidad y el riesgo pero que, también en ciertas ocasiones, deja entrever el predominio del Fuller guionista sobre el Fuller director, quedando situaciones sobre el papel atractivas revestidas de cierta retórica –como la manera con la que se despide el cadáver del niño –el encuadre con sus botas, el llanto escondido del sargento Zack, la caída del casco que este portaba-. Afortunadamente, otros momentos si que alcanzan la contundencia e incluso la emotividad requerida –como ese conmovedor instante final, en el que Zack cambiará su casco por el que hasta entonces portaba Driscoll, que se encuentra sobre su tumba-, logrando complementar un conjunto atractivo, retórico en algunos episodios, apasionante en otros, pero en todos sus fotogramas revelador de las capacidades de un director que ya entonces manifestaba su poderosa forma cinematográfica, al tiempo que lograba establecer a partir del rasgo abstracto de su propuesta, un auténtico precedente de algunos de los mejores episodios de la célebre serie The Twlight Zone. Cierto, se trata esta de una serie inclinada al terreno fantástico, pero sus atmósferas parecieron tener un referente en esta modesta, irregular pero por momentos admirable muetra de serie B.













Texto: http://thecinema.blogia.com/2009/101701-the-steel-helmet-1951-samuel-fuller-casco-de-acero.php

Vampyr - Der Traum des Allan Grey (Vampyr, El sueño de Allan Grey. Carl Theodor Dreyer 1932


Miedo en la frontera silente,
Por Jorge-Mauro de Pedro

«Quería crear en la pantalla un sueño despierto y mostrar que lo espantoso no se encuentra en lo que nos rodea sino en nuestro propio subconsciente»
Carl Theodor Dreyer

Muy alto había puesto Dreyer el listón tras La pasión de Juana de Arco (La Pasión de Jeanne d'Arc, 1927-28), filme que —por extraordinario que nos pueda parecer— se dio por desaparecido durante cerca de un cuarto de siglo. (De hecho, tampoco podríamos asegurar al 100% que la copia comúnmente publicitada del martirio de la Falconetti guarde poco o mucho parecido con la original.)

Pero es que los grandes logros creativos de este adusto escandinavo pocas veces vinieron respaldados por "arrolladores" éxitos de taquilla (ni arrolladores ni tan siquiera discretos, salvo en el caso de La palabra (Ordet, 1954-55)). La pasión. no fue una excepción y los productores franceses empezaron a mirarlo también de reojo. Le quedaba por probar el arriesgado camino de la independencia, un modo como otra cualquiera de decir que si quería seguir haciendo cine, debería de buscarse la vida.

Llegamos así hasta La bruja vampiro (no me negarán que es la mar de cachonda la traducción española del Vampyr original), terrorífico experimento cuya gestación, por sí sola, daría para un extenso artículo. Y es que este danés adoptado y criado a regañadientes por un matrimonio nada ejemplar, estaba acostumbrado a tener que remover Roma con Santiago para lograr esotéricas fuentes de financiación.

Porque Dreyer, cuando quería, sabía también ser la mar de mundano. Es precisamente en una fiesta donde conocerá a su futuro benefactor, el barón Nicolás de Gunzburg, excéntrico ricachón con ínfulas de actor. Nuestro atento y perspicaz pigmalión tiende el anzuelo, haciéndole al aristócrata una oferta de esas que no se pueden rechazar: "de acuerdo, yo te dirigiré como protagonista en una película, pero me tienes que garantizar la más absoluta y total libertad artística" . Dicho y hecho: el contrato se firma en el verano de 1929 (1). Ahora sólo faltaba saber... «¿qué vamos a contar?»

La excusa argumental —poco más— la aportarían dos cuentos de Sheridan le Fanu: Carmille y La posada del dragón volante. A partir de ellos (y en un registro muy cercano al universo lovecraftiano), Vampyr nos relata los extraños acontecimientos vividos por el nada intrépido Allan Grey, sorprendente y accidental héroe claramente sobrepasado por las circunstancias. Y es que el castillo al que arriba después de un breve periplo por la comarca se acaba constituyendo en uno de los entornos más inquietantes elegidos por el cine de terror: malsano, rico en sucesos inexplicables. genuinamente acongojante, vamos.

Horrísonos juegos de sombras, constantes referencias a la muerte y sus adláteres —que parecen haber invadido, con decisión y desenvoltura, el más acá—, así como el buñuelesco asesinato del dueño pondrán a Allan tras las pista del mal, de ese mal de compleja afiliación que parece habitar en cada rincón, en cada paraje.

La clave residirá en el Necronomicon de turno, una especie de "todo lo que quiso saber sobre el vampirismo y jamás se atrevió a preguntar", que Allan se verá forzado a leer y asimilar a marchas forzadas. Aunque quizás no sea suficiente para contrarrestar el terrible despliegue de las fuerzas del mal.

Aparentemente alejada de sus prioridades metafísicas (materializadas en su magnífica trilogía de la religión a través de los tiempos: La pasión de Juana de Arco, Dies Irae (Vredens Dag, 1943) y Ordet), Vampyr no es ni mucho menos una rareza en la filmografía de Carl Theodor. Alejémonos de las visiones más reduccionistas de su figura, fundamentadas en el visionado de una parte muy concreta de sus 14 películas: el director ya había cultivado el cine denuncia (en contra del clasismo social y el desamparo de las madres solteras en El presidente (Praesidenten, 1918-19) o arremetiendo contra la dictadura machista en El amo de la casa (Du Skal Aere Din Hustru, 1925)), la superproducción griffitiana (Los marcados (Die Gezeichneten, 1921-22)), el drama amoroso a tres bandas incluyendo pulsiones homosexuales (Mikaël (Mikael, 1925)) o incluso la comedia pastoril (La mujer del párroco (Prästänkan, 1920))..

En el ámbito del terror pararreligioso podría inscribirse Páginas del libro de Satán (Blade af Satans Bog, 1919-21), otra muestra más de su simpatía por el Diablo, auténtico eje conductor de la narración. En ella, además, Dreyer se dedicaba a "hacer amigos" metiendo en el mismo saco a Judas, a la Santa Inquisición, a los sans-coulottes y a los comunistas, azote de Finlandia.

Pero lo que intenta en Vampyr es algo radicalmente distinto. En los alrededores de París y en el castillo de Courtempierre (Loiret), Dreyer trata de dar con esa desasosegante sensación que termina engendrando eso que conocemos como 'el miedo'. Para ello huye de artificios, preocupándose de que el entorno —suficientemente realista sin la necesidad de recargados atrezzos— transmita el genuino pavor de los lugares largamente abandonados, ruinas incipientes o centenarias por donde acostumbraban a pasear los personajes de Becker y Poe. En su búsqueda le acompañan un director de fotografía llamado Rudolph Maté y el decorador Hermann Warn, provenientes ambos del elenco técnico de La pasión...

Y lo hace alternando las ventajas del mudo (movilidad de la cámara, tenebrismo a lo Caravaggio, concreción en el desarrollo de la acción; dominio, en definitiva, de un lenguaje que llevaba practicando 15 años) con las del incipiente sonoro (grabación de sonidos inquietantes integrados en la medida de lo posible en la diegética de la narración, sin emplear farragosos micrófonos in situ).

El resultado de su aventura, de su nueva exploración de las raíces del miedo (sustrato en mayor o menor medida, de ese sentimiento religioso que tanto le hizo elucubrar) se tradujo en la habitual y unánime incomprensión, relegándolo otros 12 años a las catacumbas (el pobre se vio obligado incluso a ejercer de crítico cinematográfico: ¡imagínense a qué grado de abyección llegó!). Deberíamos de esperar hasta el mismísimo Día de la Ira para verlo resucitar, rematando su carrera con dos obras magistrales, de esas que otorgan el prurito de maestro a quien es capaz de concebirlas.







Texto: http://www.miradas.net/2005/n40/estudio/vampyr.html

miércoles, 5 de mayo de 2010

Dai-bosatsu tôge. La espada del mal (Sword of Doom). Kihachi Okamoto 1966



Las tres primaveras del samurai negro. Daniel G. Rojo

Cuando un espectador occidental se acerca a una película de samurais, espera encontrar en ella a un héroe de rectitud inquebrantable, que se mueva siguiendo un estricto código de honor, sangriento a veces pero siempre encaminado a la consecución de un fin honorable. Nada más lejos de la realidad en el caso de Dai-bosatsu tôge (o Sword of Doom, tal y como se la conoce fuera del mercado nipón), una película del realizador japonés Kihachi Okamoto, cuyo protagonista es un sanguinario espadachín, tan cruel como incapaz de albergar en su corazón el mínimo rastro de amor o compasión por los que le rodean.

La cinta, filmada en 1965, está basada en la novela homónima 'El paso del gran Buda', una epopeya folletinesca de 41 volúmenes cuyo autor, Kaizan Nakazato, murió antes de poder concluir y en la que se narran las aventuras de Ryunosuke Tsukue, un samurai que recorre los últimos días del 'shogunato' japonés dejando un rastro de sangre y cadáveres a su paso. Aunque fuera de Japón el nombre de Ryunosuke Tsukue no diga mucho, en su país es un icono de la cultura popular tradicional. Desde la aparición de los primeros capítulos de la novela, en forma seriada, ésta se adaptó primero al teatro y después al cine en media docena de ocasiones. Dai-bosatsu tôge es la última encarnación fílmica del texto y en ella Okamoto selecciona varios de sus pasajes más importantes.

La película transcurre a lo largo de tres primaveras, las de 1860, 1862 y 1863, en las que la espiral de violencia en la que vive Ryunosuke se va haciendo cada vez más y más profunda. A grandes rasgos, el argumento narra como este samurai de corazón negro, interpretado con una magistral frialdad por Tatsuya Nakadai, mata a otro de su casta en un combate organizado por una escuela de esgrima, tras lo cual huye con la mujer del finado, a la que había prometido dejar vencer a su esposo a cambio de pasar una noche con ella. En su errático peregrinaje por la isla del sol naciente, se convierte en mercenario a sueldo de uno de los muchos grupos que en aquella época conspiraban para mantener el 'shogunato' en pie, mientras es perseguido por el hermano del muerto, quien ha jurado vengarse del espadachín con la ayuda de su maestro, Toranosuke, interpretado por el legendario Toshiro Mifune, actor fetiche de Akira Kurosawa.

Aunque los tres capítulos mantienen un hilo argumental, Kihachi Okamoto deja deliberadamente varios cabos sueltos y situaciones sin resolver, para perplejidad del espectador occidental que no esté familiarizado con la historia, hasta llegar al climax final, una verdadera orgía de sangre, que termina bruscamente con un fotograma congelado del samurai a punto de lanzar uno de sus mortíferos ataques.

La figura de Ryunosuke está envuelta durante todo el metraje en un oscuro manto de misterio. Héroe o antihéroe, sus sanguinarios actos no obedecen a ningún objetivo concreto, incluso pueden parecer dictados por el destino, que utiliza al espadachín como instrumento de sus indescifrables designios. Ryunosuke es, en esencia, alguien malvado, un monstruo, una máquina de matar fría y calculadora. Su propio padre desea, en un momento de la película, que no hubiera nacido, al igual que su esposa, quien lo tilda de villano. «Conoce el alma para conocer la espada. Un alma malvada es una espada malvada», le dice el personaje de Mifune en una ocasión, como si estuviera leyéndole el pensamiento. Sin duda, la figura del asesino sirvió de inspiración a la infinidad de antihéroes surgidos en el cine a finales de los años 60 y, más abundantemente, en la década de los 70, y a directores como Sam Peckinpah o Sergio Leone, en los que puede rastrearse la influencia de la película de Okamoto, e incluso en John Carpenter, cuyos tres guerreros 'Tormenta' de Golpe en la pequeña China llevan los mismos amplios sombreros de mimbre que el samurai.

Ryunosuke Tsukue es un maestro de la 'manera silenciosa', una técnica que consiste en dejar creer al adversario que se ha bajado la guardia para asestarle un golpe mortal en el momento en el que se encuentre más confiado. El estilo de 'kendo' del protagonista, caracterizado por una calculada coreografía de movimientos y pausas, tiene un fiel reflejo en la manera en la que Okamoto mueve la cámara y planifica encuadres, sobre todo en las escenas de acción, entre las que sobresalen dos momentos cumbre: un duelo en un bosque fantasmagórico, en el que Ryunosuke abate a más de una docena de enemigos, y la mencionada escena final, en la que aniquila a decenas de espadachines. La cámara de Okamoto se mueve con la precisión de los golpes del protagonista y retrata más de cien maneras de morir por la espada, sin obviar para nada momentos de extrema violencia —desmembramientos y chorros de sangre—, atenuados un tanto por la excelente fotografía en blanco y negro de Hiroshi Murai.

Aunque menos conocida que otras películas de Okamoto, como Samurai (Samurai Assassin), Kira (Kill!) o Gekido no showashi: Okinawa kessen (The Battle of Okinawa), Dai-bosatsu tôge es un título importante del género de espada japónes, cuyo protagonista tiene el suficiente carisma como para encandilar incluso a los que presumen de haberlo visto todo.

En DVD
Dai-bosatsu tôge no está editada en España pero sí en Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. Sin conocer más ediciones que la de zona 1, el que suscribe se atreve a recomendarla al tratarse de uno de los títulos de la colección Criterion, lo que garantiza su calidad técnica: imagen impecable y formato original con mejora anamórfica, aunque en este caso no tenga más extras que un folleto.







Texto: http://www.miradas.net/2005/n43/clasico.html

Campanadas a medianoche (Falstaff). Orson Welles 1965









Por Alejandro Díaz

Traición a un hombre bueno

A lo largo de numerosas entrevistas y preguntas, Orson Welles dejó bastante claras cuáles eran sus preferencias personales y sus fobias en los diversos territorios de la creación artística. En lo referente a sus cineastas más admirados, nombres como John Ford, de quien declaró: «El único director que no mueve mucho la cámara ni los actores, y en el que creo, es John Ford» (1), David W. Griffith, a quien llegó a considerar el mejor cineasta de la historia, o Buster Keaton, a quien juzgaba mejor director que Chaplin (con Sir Charles tuvo Orson un sonado pleito a raíz del proyecto Monsieur Verdoux, que Chaplin pretendía plagiarle a Welles impunemente, pero esto es otra historia), se encuentran entre los ensalzados por el maestro.

Estos tres nombres comparten, a mi entender, una característica que quizás agradase a Welles, y no es otra que su pertenencia inequívoca a una estirpe de artistas anteriores a su generación, y partícipes todos ellos de la más genuina tradición narrativa anglosajona. De hecho, se trata de tres (enormes) realizadores un tanto old-fashioned, que incluso ya lo eran en su momento de máximo esplendor artístico y comercial, y cuya dramaturgia, cuyo tratamiento de las emociones, es propio de la cultura anglosajona a la que Welles siempre se ha sentido totalmente unido, si bien desde su condición, adquirida con los años y a su pesar, de cineasta errante. Esta preferencia de Welles puede parecer chocante con el hecho de que su puesta en escena nada se asemeje, en muchos de sus films, a la de Ford, Griffith o Keaton, y de que películas como La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1948) o Fraude (F for Fake, 1975) influyesen decisivamente a realizadores del calibre de Jean-Luc Godard, auténtico baluarte del cine más arriesgado y radical. Sin embargo, sus adaptaciones de Shakespeare a la gran pantalla (recordemos: Macbeth en 1948 y Otelo/The Tragedy of Othello: The Moor of Venice en 1952, además de ésta Campanadas a medianoche) y películas tan enraizadas en la sociedad norteamericana como Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) o El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942) demuestran este apego del genio de Wisconsin a unos parámetros culturales a los que, en esencia, siempre se quiso acercar, desde una óptica renovadora, moderna e incluso irónica, a veces triste, siempre emocionante, consciente de la dificultad (sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial) de mantener las formas narrativas clásicas, perdida ya la primigenia sinceridad de las mismas, y acorde (escéptica) con los tiempos que le tocó vivir (unos tiempos que, sobre todo en los últimos años de su carrera y su vida, no le fueron precisamente favorables).

Antes de que su carrera se convirtiese, salvo pocas y poco conocidas excepciones, en una colección de frustraciones y piezas inacabadas, Welles tuvo la oportunidad de llevar a cabo uno de sus sueños, en la que constituyó su última película realizada en blanco y negro (sin que se eche en falta el color), y una de las últimas obras que pudo concluir hasta su fallecimiento en 1985. Campanadas a medianoche surge gracias a la decisión y la valentía del productor español Emiliano Piedra, quien, ilusionado con la posibilidad de trabajar con una leyenda del cine (Welles lo fue desde su primera obra), no dudó en llevar a término la producción de la película (modesta, pero eficaz), a sabiendas de que no reportaría muchos beneficios. De hecho, la idea de Piedra y de Welles era realizar una posterior versión de "La Isla del Tesoro", con la que el productor recuperaría la inversión de Campanadas a medianoche. Sin embargo, del proyecto de adaptar a Stevenson sólo llegarían a filmarse unas pocas imágenes, muy atractivas, por cierto (2). A pesar de todo, la colaboración entre Piedra y Welles no pudo ser más fructífera artísticamente, y dio lugar a una de las mejores películas de producción española (hispano-suiza, según mis datos) de la historia del cine.

Rodado enteramente en nuestro país, el filme despliega lo mejor del talento de su realizador, con su brío y dinamismo habituales, para adaptar varias obras de Shakespeare (que Welles ya había fusionado ¡en 1939!), con el personaje de Falstaff como eje principal de todas ellas. Falstaff, interpretado por el propio director en uno de sus mejores papeles, es un tipo orondo y bebedor, propenso a las exageraciones y a los chistes, y amante de la diversión por encima de todo (según Welles, uno de los personajes más merecedores de ser considerado "un hombre bueno"). Su amistad con el Príncipe Hal (Keith Baxter) es mostrada a través de los juegos y bromas que ambos comparten durante la primera parte del film (3), y cuyas profundidad y espontaneidad se verán traicionadas cuando Hal sea coronado como el Rey Enrique V, tras la muerte de su progenitor (Enrique IV, a quien da vida el gran John Gielgud), en una de las secuencias más emocionantes y dramáticas de la filmografía de su director. Este tema, el de la amistad (o la inocencia) traicionada, es recurrente en Welles desde Ciudadano Kane (recuérdese la relación entre Kane y su amigo Leland), y también está presente en la vida del realizador, que ve cómo sus ansias creativas son dinamitadas una y otra vez en la práctica por una industria cada vez menos proclive a la defensa de los valores artísticos.

La puesta en escena de Welles en Campanadas a medianoche" es inmejorable, y posee una fuerza visual gloriosa, fluyendo las secuencias con una armonía comparable a la ya mostrada en El cuarto mandamiento (que, pese a los cortes, pese al boicot, y pese a su final, del que Welles abominaba, es un film de una belleza y brillantez indescriptibles). Estas películas son, al cabo, dos de las que el cineasta consideraba como más personales dentro de su carrera, y en las que más logrado parece el sentido musical de la planificación. Así, destacan en Campanadas a medianoche momentos tan sobresalientes como la secuencia del robo en el bosque, con preciosos travellings a través de la arboleda; la divertida "falsa coronación" en la taberna en la que Falstaff, cacerola en la cabeza, parodia al Rey; o, sobre todo, la Batalla de Shrewsbury, cuyo mítico rodaje tuvo lugar en la Casa de Campo de Madrid, y que la crítica estadounidense Pauline Kael llegó a calificar como la más brutal y sombría jamás filmada.

Conviene insistir sobre la secuencia de la batalla (una obra maestra en sí misma) para evidenciar la importancia del montaje en todo el cine wellesiano (4). La visualización de la pelea no sólo demuestra el partido que se puede sacar de un número reducido de extras y de caballos (los mismos actores se cambiaban el uniforme para interpretar a los dos ejércitos, y los caballos daban vueltas en círculos para parecer más numerosos...), y de las condiciones climatológicas (el barro no estaba previsto en un principio, y qué bien es aprovechado...), sino también demuestra cómo se puede utilizar el montaje como un arma con la que transmitir toda la virulencia y el dolor de la guerra, mediante una sucesión de planos cada vez más cortante y agresiva que llega a desazonar al espectador, provocando una asfixia en nuestras emociones. La secuencia es realmente poderosa, y ha tenido influencia en el cine posterior. Por ejemplo, las batallas rodadas por Mel Gibson para su Braveheart -id, 1995- (que eran, sin duda, lo mejor -¿lo único bueno?- de la película, junto a la fotografía de John Toll) se inspiran directamente en "Campanadas a Medianoche", tal y como desveló Esteve Riambau con motivo del estreno del film de Gibson (5).

Apoyado por un gran equipo de actores (también intervienen Jeanne Moreau, Margaret Rutherford - genial como Mrs. Quickly -, Norman Rodway, Fernando Rey, o la hija de Welles, Beatrice, como actriz infantil), con el ingenio por bandera en la escenografía y el vestuario, al frente de cuyo diseño estuvo el propio Welles - y que utilizó restos procedentes del rodaje de El Cid (id., 1961. Anthony Mann) que Samuel Bronston había llevado a cabo anteriormente en España -, e imprimiendo un gran valor estético a cada uno de los encuadres (la inteligente forma en que emplaza a los soldados en el plano, y esas impresionantes lanzas que recuerdan a las de "La rendición de Breda" pintada por Velázquez, y que ya aparecían en su brutal y fantasmagórica versión de "Macbeth"), Welles consigue paliar los defectos técnicos e insuflar notable plasticidad a los textos de Shakespeare, permitiendo que, vista varias décadas después, la película mantenga (como todas las suyas) una refrescante y contagiosa sensación de vida, mucho más de agradecer que la corrección académica de las adaptaciones impulsadas por Laurence Olivier, y aún más, que los ramalazos megalómanos que contienen las versiones de Shakespeare firmadas por Kenneth Branagh (o protagonizadas por él; recuérdese aquel aséptico Othello -id., 1995- dirigido por Oliver Parker) en los últimos años.

(1) Entrevista de Miguel Rubio, Juan Cobos y Jose Antonio Pruneda. Publicada originalmente en Cahiers du Cinema, nº165, Abril de 1965.
(2) Algunas de ellas, junto a una buena cantidad de testimonios, documentos y fragmentos dispersos relacionados con Welles, harto interesantes, pueden encontrarse en el magnífico documental de Carlos Rodríguez, con guión de Esteve Riambau y Carlos F. Heredero, "Orson Welles en el país de Don Quijote", emitido por Canal+ el 10 de Octubre de 2000, coincidiendo con el 15º aniversario de la muerte de Welles.
(3) En 1991, Gus Van Sant retomaría el tema de la primera parte de "Enrique IV" (versión gay) en el film Mi Idaho privado (My Own Private Idaho), película llena de molestos guiños al film de Welles, y que mejoraba mucho cuando lograba encontrar una identidad propia.
(4) Juan Cobos, ayudante personal de Welles durante el rodaje de Campanadas a medianoche, cuenta que, en el momento de entrar en la sala de edición, Orson le comentó: «Aquí es donde se hacen las películas».(5) "Dirigido por..." nº 239, p.19, Octubre de 1995.






Estreno de Campanadas a Medianoche en 1965, en el Palacio de la Musica, Gran Via, Madrid





Texto: http://www.miradas.net/0204/estudios/2002/08_owelles/campanadas_a_medianoche.html
Fotos: http://www.cultivadoresdeculto.com/foro/showthread.php?t=6133

sábado, 1 de mayo de 2010

The Boondock Saints (Los Elegidos). Troy Duffy 1999


Seremos pastores por ti Señor, por ti,
el poder ascendido de tu mano,
nuestros pies ejecutaran rapidamente tus ordenes,
haremos rodar un rio hacia ti,
para reunir a todas tus almas,
In nomine Patris et fillii et Spiritus Sancti......


Troy Duffy



Quien quiera que derrame la ultima gota de sangre,
por el hombre su sangre debera ser derramada,
solo la inmunidad de dios le convierte en hombre.

Destruir todo lo que sea maligno,
para que lo bueno pueda florecer.




En la entrada a la cabina de las prostituas en la puerta dice ¨Abandonen la esperanza todos los que entren¨ haciendo alegoria a la Divina comedia de Dante Allighieri donde la puerta al infierno tiene la misma inscripción.