lunes, 6 de diciembre de 2010

Captain Horatio Hornblower. Raoul Walsh 1951 & The Vikings. Richard Fleischer 1958

"La verdadera patria del hombre es la infancia."
Rainer Maria Rilke



Glue man


Nunca se puede decir esto es lo mejor del mundo, pero a estos cuatro si no son les queda poco aunque ya ni existan como banda.

miércoles, 13 de octubre de 2010

martes, 5 de octubre de 2010

Interpol



Pero es diferente ahora que soy pobre y viejo, nunca vere esa cara otra vez, te iras apuñalandote en el cuello



Red de pardillos

LA ZONA FANTASMA.
3 de octubre de 2010.

Red de pardillos

Pocas son las personas que no desean dejar huellas de su paso por el mundo, o que aspiran a limitarlas lo más posible, aunque alguna que otra he conocido. No eran individuos retraídos ni misantrópicos; al contrario, solían ser simpáticos y cordiales, como si mostrarse huraños o esquivos fuera ya una manera de llamar la atención, lo último que deseaban. Cuando es un personaje público el que opta por retirarse, lo tiene particularmente difícil porque parte de una contradicción en los términos. Ha sido el caso del escritor Salinger, muerto hace un año o menos. Tras alcanzar fama universal con sus cuatro libros publicados entre 1951 y 1963, sobre todo con el primero, la novela absurdamente titulada en español El guardián entre el centeno, no sólo decidió no dar nada más a la imprenta (salvo un largo relato en una revista, creo que en 1965), sino que exigió que las múltiples reediciones de sus obras aparecieran sin un solo dato biográfico ni comentario alguno en las solapas o en la contracubierta. Como es bien sabido, no concedió entrevistas, no se dejó fotografiar, y la única imagen de tiempos recientes que ha visto la luz lo retrata iracundo y amenazante, precisamente porque se trató de una foto tomada a traición o robada. La paradoja estribó en que, cuanto más se ocultaba Salinger y más duraba su apartamiento, más curiosidad atraía sobre sí mismo, más lo acosaban periodistas, fans y espontáneos, más crecía su leyenda y más irritante resultaba su actitud para la mayor parte del mundo, que justamente en esta época intenta dejar tantas huellas como sea posible, aunque a nadie le importen ni las tenga en cuenta.

Lo más preocupante de este afán generalizado por estirar el cuello y estar presente, por gozar de cualquier grado de fama (así sea limitada y efímera), por exhibirse e informar al resto de los propios pasos, actividades, opiniones y gustos, es que quienes lo padecen, abren perfiles en Facebook o alimentan Twitter con sus notitas por fuerza triviales, parecen haber perdido enteramente cierto instinto de conservación que a lo largo de siglos ha hecho saber a la gente que no convenía dar demasiada información acerca de sí misma y que hacerlo entrañaba peligro, porque cuanto uno revela puede acabar utilizándose en su contra; puede deformarse y tergiversarse, ser objeto de burlas y chanzas (y no de admiración, como se pretende), ser aprovechado por sus superiores, sus empleadores, la policía, la a veces abusiva Hacienda, el Estado. Hace poco se descubrió que en Alemania había empresas que fisgaban en Facebook y en otras redes sociales para decidir la contratación o el despido de alguien. Los propios interesados, que deberían mantener en privado u ocultas algunas características de su personalidad, sus creencias, sus simpatías políticas, sus opiniones, aficiones o “vicios”, estaban aireándolas, tal vez con la idea ingenua de que sólo sus amistades tendrían acceso a su perfil internético, cuando ya nadie ignora que en la Red no hay discreción ni secretismo posibles, y que ni siguiera la CIA o el Pentágono se resisten a las intrusiones de un hábil hacker.

El Gobierno alemán se erigió en defensor de la “intimidad” –irónico llamarla así a estas alturas– de los usuarios, y prohibió a las empresas esta práctica, o por lo menos valerse de los datos así obtenidos para extender o cancelar contratos de trabajo. Otra ingenuidad: esas empresas seguirán consultando Facebook y sus equivalentes, sólo que fingirán no haberlo hecho y jamás aducirán motivos “sospechosos” para emplear o despedir a nadie, sino que se inventarán cualesquiera otros, de modo que no puedan ser acusadas de discriminar a alguien por ser homosexual, o ateo, por fumar tabaco o porros o participar en orgías o posar desnudo o detestar a tal o cual partido político, cosas todas ellas que los inocentes exhibicionistas habrán confesado en Internet alegremente, y sin que nadie les preguntara. Cuanto acaso habrían negado o callado de ser interrogados por un juez o por la policía, o por sus propios padres si se trata de adolescentes, lo cascan gratis para que todo el mundo se entere, sólo por vanidad y para que se les haga caso. Hay incluso quienes cuelgan noticias utilísimas para ladrones: “Estoy desayunando en el aeropuerto de Río, y nos esperan dos semanas de maravillosas playas”. Los cacos ya saben que disponen de ese tiempo para entrar en un piso vacío y desvalijarlo con parsimonia.

Para quienes contamos cierta edad, una de las escasísimas ventajas de haber vivido años bajo una dictadura es que aprendimos muy pronto el riesgo de que se supiera mucho de nosotros, y a no dejar algunos rastros. Hoy vivimos en un régimen supuestamente democrático, pero demasiada gente no se ha percatado aún de que nuestras actuales democracias se asemejan cada vez más a los Estados totalitarios, que se meten en todo y lo controlan y averiguan y espían todo, y no vacilan en aprovecharse de ello y en utilizarlo, eso sí, con más o menos disimulo e hipocresía. La célebre fórmula Miranda, que hemos visto recitar centenares de veces en las películas americanas cuando se detiene a alguien (“Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada ante un tribunal en contra suya”), acabará por carecer de sentido si los ciudadanos siguen proclamando a los cuatro vientos todo lo habido y por haber sobre sus personas, costumbres y actividades, espontáneamente y de antemano, como verdaderos pardillos.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 3 de octubre de 2010

jueves, 23 de septiembre de 2010

Javier Marías traduce a Thomas Lovell Beddoes


A la noche

Así que has vuelto, vieja Noche de alas negras,
como un pájaro inmenso entre nosotros y el sol,
ocultando, con tus desplegadas formas, la tersa luz;
e inmóvil, bajo el plumaje pardo y nebuloso de tu pecho
helado, fomentando una plaga henchida de bruma,
y embrionarias tormentas, y hurañas escarchas, que eluden
la caricia templada del día. Los búhos desde el anillo de hiedra
lanzan su clamoroso homenaje: al cernirte en lo alto,
como córvido sable que pausa en su ansioso descenso,
del oscuro mundo sacias tu mirada opaca,
aguardando en silencio el mortal alarido del postrer instante,
cuando abandones tu nido en el firmamento
para apresar al mundo con tu garra vehemente
y enterrar tiempo, muerte y sustancia en tu buche abismal.

THOMAS LOVELL BEDDOES (1803-1849)

Traducción de Javier Marías

Publicado en la revista La Luna de Madrid, n.º 0, 1982

No prometéis nada bueno

LA ZONA FANTASMA. 5 de septiembre de 2010. No prometéis nada bueno. 5 Septiembre 2010

Ya sé que es sólo un juego de verano sin mayor importancia, pero no he podido por menos de mirarme con atención las listas que publicó este dominical en agosto con las cien películas y los cien actores que “cambiaron la vida” de cien profesionales hispanoamericanos del cine. También sé que todos, cuando se nos piden estas selecciones imposibles, tendemos a ser excéntricos, porque si no, no nos divertimos; nos encanta poner alguna película (o libro, o lo que sea) que en modo alguno juzgamos entre las mejores pero por la que tenemos debilidad, o bien intentamos salirnos un poco de la aburrida ortodoxia y resultar originales, dementes o escandalosos en alguna elección.

Pero en estas votaciones “hispanoamericanas” –la verdad es que la mayoría de los participantes eran españoles sin más– ha habido un elemento en verdad preocupante, a mi parecer, y es el desaforado nacionalismo o chauvinismo o patrioterismo que desprendían, no ya rayano en el ridículo, sino del todo inmerso en él. La supremacía del cine estadounidense ha sido clara, como correspondía. El resto del planeta, sin embargo, y si no he contado mal, se repartía los puestos de honor de la siguiente manera: entre las cien películas de la historia había siete italianas (con apoteosis del sobrevalorado y mal envejecido Fellini y ninguna de Rossellini, dicho sea de paso), cuatro suecas (todas de Bergman), cuatro británicas (una dirigida por un francés, Renoir, y otra por un mediocre llamado Anthony Harvey), tres japonesas, tres cabalmente francesas, dos más o menos alemanas (ninguna de Fritz Lang, por cierto), dos de cineastas daneses… ¡y dieciséis españolas o de directores españoles –es decir, de Buñuel–! Para mí ha sido una revelación: según estos patrioteros o quizá gremialistas individuos votantes, el cine hecho por españoles es, con diferencia, el más memorable del globo después del norteamericano. Y no es sólo eso: entre las primeras veinte películas, figuraban nada menos que cinco españolas o de Buñuel. Visto lo cual no entiendo, la verdad, cómo es que nuestra filmografía no es universalmente conocida, cómo es que en todos los países no se han disputado el concurso de nuestros directores y actores, o cómo es que fuera de aquí casi nadie sabe quién es Berlanga, cuyo El verdugo es muy buena, sí, pero no creo que en ningún otro sitio esté considerada la cuarta película de la historia del cine, cincuenta puestos por delante –es un ejemplo– de la más “impresionante” de John Ford. Tampoco me parece probable que haya muchos extranjeros dispuestos a suscribir que La niña de tus ojos, de Trueba, deja más huella que Dublineses, de Huston, por mencionar un caso sangrante. O que Los santos inocentes empequeñece a Vértigo, Ser o no ser, Con la muerte en los talones, El Gatopardo, y aventaja años luz a Sed de mal, El río y Centauros del desierto. Si me preguntan, no lo creo.

En cuanto a la lista de actores, más de lo mismo: entre los cien intérpretes que más han “marcado” a los votantes, nada menos que dieciséis españoles, gente, como se sabe, nacida para actuar. Fernán-Gómez es mucho más admirable que James Stewart y Charles Laughton; López Vázquez, Luis Tosar, Rabal y Carmen Maura están muy por encima de John Wayne, Bogart, Caine, Marilyn Monroe, Orson Welles y Audrey Hepburn, cómo me va usted a comparar; y no digamos de Gary Cooper, Robert Mitchum y Henry Fonda, esos tres no les llegan ni a la suela del zapato; Ángela Molina conmueve más que Sordi, Gabin y Clark Gable; y Javier Cámara, Rosa María Sardá y Juan Diego les dan unas cuantas vueltas a Marlene Dietrich, Buster Keaton y William Holden. Y todos, absolutamente todos –y quién sabe cuántos españoles más– miran con desprecio, desde sus alturas, a aquel infeliz de Burt Lancaster, que ni siquiera figuraba entre los cien elegidos. Es una opinión personal, pero, aunque sólo hubiera hecho El Gatopardo en su vida, Lancaster ya merecería estar no entre los cien, sino entre los diez intérpretes de la historia.

Cuestión de gustos. Lo preocupante, lo llamativo, es esto: los profesionales de nuestro cine, ¿a quién pretenden engañar? ¿Qué pretenden al votarse entre sí y a la raquítica industria nacional? ¿Tal vez convencer al Ministerio de Cultura de que esa industria es añeja y sólida y ha dado más obras maestras que la de cualquier otro país a lo largo de un siglo (los Estados Unidos aparte), y que por ello hay que cuidarla, favorecerla y subvencionarla? ¿Tal vez convencer de lo mismo a los lectores, para que vayan a ver cine nacional? Si así fuera (y no el mero pataleo acomplejado de “semoh loh mejoreh”), hay algo en lo que no han reparado: si nuestros cineastas tienen una ignorancia supina y desconocen a Ophuls, Rossellini, Lang, Renoir, Preminger, Griffith y tantos más de los que no destacaban una sola cinta; si su gusto es tan dudoso como para considerar El día de la bestia –lo siento, es un ejemplo– más memorable que Perdición, La diligencia, El hombre que mató a Liberty Valance, El hombre tranquilo y Johnny Guitar; si además juzgan que la ridícula y cursi Bailar en la oscuridad, de Von Trier, merece estar entre las cien películas que “cambiaron su vida”, ¿qué aficionado con dos dedos de frente y una mínima formación cinematográfica va a ir a ver las creaciones de estos individuos? Francamente, queridos, así no prometéis nada bueno.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 5 de septiembre de 2010

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El corazon de las tinieblas



En 1926 el inmortal poeta T.S Elliot escribía “The Hollow Men” (“Los hombres huecos”) inspirándose en “El corazón de las Tinieblas”

Somos los hombres huecos…
Figuras sin forma, sombras sin color,
fuerza paralizada, gesto sin movimiento;
los que han cruzado
con los ojos derechos, al otro Reino de la Muerte
nos recuerdan -si es que nos recuerdan-
no como perdidas almas violentas,
sino como los hombres huecos
los hombres rellenados


"Usted, tan sólo es el chico de los recados a quien manda el carnicero a cobrar la factura"





Sherlock Holmes. Guy Ritchie 2009






Guy Ritchie





sábado, 4 de septiembre de 2010

Nostalgia del AK-47


ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 23/11/2008

Ayer estuve limpiando el Kalashnikov. No porque tenga intención de presentarme en algún despacho municipal, nacional, central o periférico, preguntar por los que mandan y decir hola, buenas, ratatatatá, repártanse estas bellotas. No siempre las ganas implican intención. El motivo de emplearme a fondo con el Tres en Uno y el paño de frotar es más pacífico y prosaico: lo limpio de vez en cuando, para que no se oxide.

No me gustan las armas de fuego. Lo mío son los sables. Pero el Kalashnikov es diferente. Durante dos décadas lo encontré por todas partes, como cualquier reportero de mi generación: Alfonso Rojo, Márquez y gente así. Era parte del paisaje. De modo que, una vez jubilado de la guerra y el pifostio, compré uno por aquello de la nostalgia, lo llevé a Picolandia para que lo legalizaran e inutilizaran, y en mi casa está, entre libros, apoyado en un rincón. Cuando me aburro lo monto y desmonto a oscuras, como me enseñó mi compadre Boldai Tesfamicael en Eritrea, año 77. Me río a solas, con los ojos cerrados y las piezas desparramadas sobre la alfombra, jugando con escopetas a mis años. Clic, clac. La verdad es que montarlo y desmontarlo a ciegas es como ir en bici: no se olvida, y todavía me sale de puta madre. Si un día agoto la inspiración novelesca, puedo ganarme la vida adiestrando a los de la ONCE. Que tomen nota, por si acaso. Tal como viene el futuro, quizás resulte útil.

El caso es que estaba limpiando el chisme. Y mientras admiraba su diseño siniestro, bellísimo de puro feo, me convencí una vez más de que el icono del siglo que hace ocho años dejamos atrás no es la cocacola, ni el Che, ni la foto del miliciano de Capa -chunga, aunque la juren auténtica-, ni la aspirina Bayer, ni el Guernica. El icono absoluto es el fusil de asalto Kalashnikov. En 1993 escribí aquí un artículo hablando de eso: de cómo esa arma barata y eficaz se convirtió en símbolo de libertad y de esperanza para los parias de la tierra; para quienes creían que sólo hay una forma de cambiar el mundo: pegándole fuego de punta a punta. En aquel tiempo, cuando estaba claro contra quién era preciso dispararlo, levantar en alto un AK-47 era alzar un desafío y una bandera.

Se hicieron muchas revoluciones cuerno de chivo en mano, y tuve el privilegio de presenciar algunas. Las vi nacer, ser aplastadas o terminar en victorias que casi siempre se convirtieron en patéticos números de circo, en rapiñas infames a cargo de antiguos héroes, reales o supuestos, que pronto demostraron ser tan sinvergüenzas como el enemigo, el dictador, el canalla que los había precedido en el palacio presidencial. Víctimas de ayer, verdugos de mañana. Lo de siempre. La tentación del poder y el dinero. La puerca condición humana. De ese modo, el siglo XX se llevó consigo la esperanza, dejándonos a algunos la melancólica certeza de que para ese triste viaje no se necesitaban alforjas cargadas de carne picada, bosques de tumbas, ríos de sangre y miseria. Y así, el Kalashnikov, arma de los pobres y los oprimidos, quedó como símbolo del mundo que pudo ser y no fue. De la revolución mil veces intentada y mil veces vencida, o imposible. De la dignidad y el coraje del hombre, siempre traicionados por el hombre. Del Gran Combate y la Gran Estafa.

Y ahora viene la paradoja. En este siglo XXI que empezó con torres gemelas cayéndose e infelices degollados ante cámaras caseras de vídeo, el Kalashnikov sigue presente como icono de la violencia y el crujir de un mundo que se tambalea: este Occidente viejo, egoísta y estúpido que, incapaz de leer el destino en su propia memoria, no advierte que los bárbaros llegaron hace rato, que las horas están contadas, que todas hieren, y que la última, mata. Pero esta vez, el fusil de asalto que sostuvo utopías y puso banda sonora a la historia de media centuria, la llave que pudo abrir puertas cerradas a la libertad y el progreso, ha pasado a otras manos. Lo llevaban hace quince años los carniceros serbios que llenaron los Balcanes de fosas comunes. Lo empuñan hoy los narcos, los gangsters eslavos, las tribus enloquecidas en surrealistas matanzas tribales africanas. Se retratan con él los fanáticos islámicos cuyo odio hemos alentado con nuestra estúpida arrogancia: los que pretenden reventar treinta siglos de cultura occidental echándole por encima a Sócrates, Plutarco, Shakespeare, Cervantes, Montaigne o Montesquieu el manto espeso, el velo negro de la reacción y la oscuridad. Los que irracionales, despiadados, hablan de justicia, de libertad y de futuro con la soga para atar homosexuales en una mano y la piedra para lapidar adúlteras en la otra; mientras nosotros, suicidas imbéciles, en nombre del qué dirán y el buen rollito, sonreímos ofreciéndoles el ojete.

Lástima de Kalashnikov, oigan. Quién lo ha visto. Quién lo ve.

Peliculas De Guerra

Películas de guerra

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 15/2/2009

Cenaba la otra noche con Javier Marías y Agustín Díaz Yanes. Cada vez que nos juntamos -somos de la misma generación: Hazañas Bélicas, Capitán Tueno y el Jabato, cine con bolsa de pipas- acabamos hablando de libros y de las películas que más nos gustan: las del Oeste y las de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo aquéllas de los años cincuenta, a ser posible con comando inglés dentro. A Tano, sobre todo, le metes unos comandos ingleses en una película en blanco y negro y se le saltan las lágrimas de felicidad. Y si encima intentan matar a Rommel cerca de Tobruk, levita. El caso es que estuvimos comentando la última que hemos rescatado en deuvedé, que es El infierno de los héroes -José Ferrer al mando de una incursión de kayaks en la costa francesa-, e hicimos los votos acostumbrados para que a alguna distribuidora se le ocurra sacar dos títulos que llevamos casi cincuenta años esperando ver de nuevo: Yo fui el doble de Montgomery y Fugitivos del desierto: aquélla de John Mills, con Anthonty Quayle de espía alemán. Por mi parte, y ya que mis favoritas son las de guerra en el mar -los tres coincidimos en que Hundid el Bismarck y Duelo en el Atlántico son joyas del género, sin despreciar, claro, Náufragos y Sangre, sudor y lágrimas-, la película que me hará caer de rodillas dando gracias a Dios el día que me la tope es Bajo diez banderas, de la que sólo tengo una vieja copia en cinta de vídeo: la historia del corsario alemán Atlantis, con un inolvidable Van Heflin interpretando el papel del comandante Rogge, y Charles Laughton en el papel, sublime, de almirante inglés. Cine de verdad, en una palabra. Del que veías con diez o doce años y te marcaba para toda la vida.

Comentamos, al hilo de esto, que tanto al rey de Redonda como al arriba firmante nos llegan a menudo cartas de lectores solicitando listas de películas. Yo no suelo meterme en tales jardines, pues una cosa es hablar de lo que te gusta, sin dar muchas explicaciones, y otra establecer listas más o menos canónicas que siempre, en última instancia, resultan subjetivas y pueden decepcionar al respetable. Hay una película, por ejemplo, que Javier, Tano y yo consideramos obra maestra indiscutible: Vida y muerte del coronel Blimp, dirigida por nuestros admirados Powell y Pressburger -los de La batalla del río de la Plata, por cierto, sobre el Graf Spee-; pero no estoy seguro de que algunos jóvenes espectadores la aprecien del modo incondicional en que la apreciamos nosotros. Son otros tiempos, y otros cines. Otros públicos.

De cualquier modo, Javier y yo nos comprometimos durante la cena a publicar algún artículo hablando de esas películas, cada uno en el suplemento dominical donde le da a la tecla. Como escribimos con dos o tres semanas de antelación, no sé si el suyo habrá salido ya. Tampoco sé si habrá muchas coincidencias, aunque imagino que las suficientes. En lo tocante a películas sobre la Segunda Guerra Mundial, yo añadiría Roma, cittá aperta, Mi mejor enemigo -tiernísima, con David Niven y Alberto Sordi-, Los cañones de Navarone, El día más largo, El puente sobre el río Kwai y algunas más. Entre ellas, Las ratas del desierto, Arenas sangrientas -John Wayne como sargento de marines-, 5 tumbas al Cairo, Comando en el mar de la China, Torpedo, El tren -con Burt Lancaster, obra maestra- o la excelente Un taxi para Tobruk, con Lino Ventura y Hardy Kruger, clásico entrañable de la guerra en el Norte de África. Sin olvidar la rusa La infancia de Iván, la italiana Le quattro giornatte di Napoli y la también italiana -ésta de hace muy poco, y buenísima- Il partigiano Johnny. Pues, aunque las mejores películas de la Segunda Guerra Mundial se rodaron entre los años 40 y 60, es justo mencionar algunos importantes títulos posteriores. Como la primera mitad de Doce del patíbulo, por ejemplo. O Un puente lejano. O El submarino, de Wolfgang Petersen. Sin olvidar, claro, Salvad al soldado Ryan, ni la extraordinaria serie de televisión Hermanos de sangre.

No puedo rematar un artículo sobre películas de la Segunda Guerra Mundial sin citar, aun dejándome muchas en el cartucho de tinta de la impresora, dos que están entre mis favoritas. Una es No eran imprescindibles -Robert Montgomery, John Wayne y Patricia Neal-, donde John Ford cuenta la conmovedora historia de una flotilla de lanchas torpederas en las Filipinas invadidas por los japoneses. La otra es El hombre que nunca existió, episodio real de espionaje -Clifton Webb es el protagonista, con Stephen Boyd, el Mesala de Ben Hur, haciendo de agente alemán- sobre cómo el cadáver de un hombre desconocido se convirtió en héroe de guerra y ganó una batalla. En mi opinión, quien consiga añadir esos dos títulos a la mayor parte de los citados arriba, puede darse por satisfecho. Dispone de una filmografía bastante completa sobre la Segunda Guerra Mundial. Un botín precioso y envidiable.

Otro día, si les apetece, hablaremos de cine del Oeste.

lunes, 30 de agosto de 2010

Inception (Origen). Christopher Nolan

Voy a implantarle una idea en su mente, si yo le digo: “No piense en elefantes”, ¿en qué esta pensando?





jueves, 22 de julio de 2010

Il mestiere delle armi. Ermanno Olmi 2001









"Una especie incatalogable de lección de historia. (...) Fresco histórico lejano, pero apasionante. (...) obra exquisita, minoritaria, pero que no debieran pasar por alto quienes buscan en el cine, además de un juego y un espectáculo, una forma viva, todavía irremplazable de conocimiento." (Ángel Fdez. Santos: Diario El País)