jueves, 10 de marzo de 2011

Anthony Mann, por Patrick Brion


Anthony Mann, por Patrick Brion; selección de Dossiers du cinéma y traducción del francés por Héctor Enrique Espinosa R.

A la pregunta “¿Cuáles son sus mejores filmes?” Anthony Mann responde: Winchester 73, El Cid, Esclavo de la avaricia, Brindis de sangre, simbolizando así la zanja que siempre existió entre sus películas, los críticos y él mismo… Luego de haber trabajado a la sombra para Selznick, Mann debuta verdaderamente en la realización en 1942. Durante siete años va a laborar en la serie B que para él será, como para tantos otros, la mejor de las escuelas. De este periodo se desprendieron dos de las constantes en la carrera de Mann: la desigualdad de las películas y un relajamiento en la elección de los temas y el tratamiento del guión. Si no evita los escollos del melodrama puro (El gran Flammarion) y las comedias pésimas (El código del amor), Mann con El misterio del estudio probó el comienzo de un gran talento. En la obertura del filme Tom Conway titubea y se cuelga de un farol en un cruce de calles, parece salir de una pesadilla, y lo hace a partir de una novela de William Irish llamada Detour y logra todo un estilo de filme onírico. Esta Desviación es más que una cualidad felizmente utilizada en Desesperado todavía utiliza sin fortuna (la visión de Raymond Burr a través de la silla los inevitables accesorios de carnaval) pero la huída de Steve Brodie, de su mujer encinta, reúne todo el romanticismo de la época (Confrontar algunos años después La calle de la muerte) el de la pareja perseguida y huyendo sin dinero. La brigada suicida tiene la eficacia de un filme documental policiaco e introduce un elemento que será querido para Mann en sus westerns: la violencia. En la misma forma su colaboración en El demonio de la noche resulta brillante. Con El libro negro se termina este periodo independiente en la carrera de Mann. Detrás de su aspecto falsario e irónico (Robespierre diciendo: “No me llames Max…”) el filme revela como un trabajo fantástico en corte, en composición (la foto de John Alton). La rapidez de las escenas de acción, la dotación de las ideas permite a Mann dar pruebas a la larga para su entrada en la mayor de las compañías (artísticamente, claro) su saber hacer.

La revelación…
A la M. G. M. fue a dar el milagro, la reunión de talentos dispares en algunas películas (los guiones de Sídney Bohem y Gay Trosper, el productor Nicholas Mayback y, finalmente y antes que nadie Mann) y tres éxitos, todos diferentes y cada uno ejemplar: Mercado humano, que en pleno macartismo aborda el problema de la mano de obra extranjera (del bracerismo, pues) subasalariada y vergonzosamente explotada. En el filme invadido de un extraño clima nocturno, pesado de angustia y amenazas, la violencia se desencadena. Mann efectivamente llegará difícilmente más allá de la escena de muerte de George Murphy, mutilado y sobreviviendo en un pulmón mecánico. La calle de la muerte contiene todo el romanticismo realista del cine estadunidense de los años cincuenta, la voluntad de integrar los héroes destrozados a la sociedad que le rodea (el principio del filme es un basto documental sobre Nueva York). Con La puerta del diablo Mann descubre el western. Romántico, humano y desgarrador como también lirico, resulta la primera obra maestra de Mann. Entonces emprende despiadadamente (y lo hace en un brillante contexto político) el odio racial oponiendo personajes blancos inverosímiles a traficantes contra un hombre solitario, un indio, símbolo de una raza que desaparece. Jamás en la historia del western se verá una figura más noble que la de Robert Taylor (Lance Poole) como indio combatido por los hombres blancos y aún morirá bajo sus balas echando de menos haber “nacido cien años muy tarde”. Mann parece por fin haber comprendido su vocación: el Oeste. En La marca de las furias rechaza toda acción al adaptar –lo declaró Mann pero es difícil aceptarlo viendo la película- El idiota. La intriga dramatizada al máximo evita los grandes exteriores y los espacios abiertos. Mann está manifiestamente incómodo y a pesar de algunas escenas aéreas, haciéndole al John Ford, no puede lograr lo que Figueroa en El Fugitivo, pero con Winchester 73 resulta su revancha aclaratoria. Es toda la saga del oeste: hermanos enemigos, soldados, indios, traficantes, colonos, alguaciles, todo revivido en esta odisea fetichista de un arma excepcional. Vuelta tras vuelta es una lección westerniana (el combate final entre Stewart y Mc Nally y su utilización estratégica del rebote de las balas) y una evocación rica en peripecias de la a balazos de un filme redondo su máximo. Luego de esta epopeya, una de las más bellas en la historia del western, hace el grandioso contrapunto con el drama de La puerta del diablo, Mann pone broche de oro con El gran complot, relato climático de un atentado planeado contra Lincoln. También nervioso por El libro negro, e igualmente hábil que La dama desaparece (Hitchcock, 1938), resulta un verdadero ejercicio de estilo donde toda acción (o casi) se desarrolla en un tren en marcha y en una fantástica carrera contra la muerte y esta muerte es llevada por un policía que enfrenta una conjura de extremistas de derecha (ahí también Mann juega valientemente esta partida y por una última vez en su carrera realiza una película auténticamente política). Lo que siempre contemplaron en la MGM un firma voluntariamente conservadora – y esto sin tomarse el trabajo de investigar- debieron constatar que solamente las películas de Mann eran verdaderamente liberales (La calle de la muerte, La puerta del diablo, El gran complot, Mercado humano) y fueron puestos en pantalla bajo la firma del león.

El trío Mann-Stewart-Chase.
Desde entonces Mann se repartirá entre el western que le valdrá sus mejores filmes y dotes de mando. Después de Quo Vadis?, para la cual formó un brillante segundo equipo, vendrá la formación de un alianza fructífera con James Stewart (Ya como héroe de Winchester 73) y el guionista Border Chase. Si Winchester 73 tenía el rigor de la tragedia Tierra y esperanza es un fresco en donde la historia del Oeste (los precios que aumentan en los pueblecillos) y los relámpagos de la violencia (la herida de Julie Adams, la secuencia en que Stewart, Kennedy y Hudson salen del saloon pistola en mano) y se casan con la nostalgia de los viejos camioneros (el capitán Mello que invariablemente declara que jamás debió de abandonar el Misisipi). De regreso a la MGM, pero siempre con Stewart, Mann realiza El precio de un hombre, posiblemente el más puro de todos los westerns. En un contexto febril (el “cebo” de la ganancia- como el título en francés) los personajes se enfrentan. El menor objeto tiene aquí importancia (el título estadunidense está lejos de ser tan gratuito como parece a primera vista) y ese drama de la rapacidad es al mismo tiempo la búsqueda de la bondad, de la paz y del honor. Un héroe símbolo (Stewart había sido abandonado por su prometida, se fue con otro, y con su capital…) devino en personaje principal de una investigación al final de la cual se encuentra a sí mismo, liberado de las espuelas y la maldición del hombre al que las pistas que seguía. Borrasca en el puerto permitió a Mann filmar una película ventilada y bien hecha, pero Música y Lágrimas –uno de los siniestros biográficos almibarados- indica ya hasta que punto Mann, en lugar de buscar guiones de calidad, no vacila ante los temas sin interés. Sin miedo y sin tacha renueva, junto con Tierra y esperanza la violencia de ciertas situaciones (las tradicionales heridas de Stewart) acertando en regresar la época heroica de la Conquista del Oro. Casas de juego y cantinas, buscadores de oro pintorescos y aventureros que exaltan y son exaltado por la puesta en escena de Mann, pero su siguiente filme estratégico, Acorazados del aire, de nuevo es una triste tarea, militarista en crecimiento. Con Hambre de venganza y El tirano de la frontera, Mann recobra felizmente al Oeste y a la naturaleza. Como siempre los conflictos sirven de catarsis a los héroes, por un lado Stewart, con rostro sereno, y por otro Victor Mature, buen salvaje, en búsqueda de un estilo vital. La belleza de los paisajes, la grandeza de sus personajes, de sus héroes; ante Arthur Kennedy en Hambre de venganza y en El tirano de la frontera contra Robert Preston, apenas a partir de estos filmes, cristalizan dos hitos en la obra de Mann. Después de dos febriles odiseas para la Universal (Tierra y esperanza, Winchester 73, Sin miedo y sin tacha) Mann y sus héroes parecen querer respirar durante algunos momentos el aire de la grandeza… es por esa puesta en escena casi indolente y de hecho espléndidamente magistral.

Serenata es, al contrario, una película indefendible en la que Mann ni siquiera intenta salvar la intriga melodramática (Douglas Sirk hubiera hecho una obra maestra). Pero en Brindis de sangre, estructurada y tratada como un western, logra una gran película de guerra (la utilización de los lanzallamas), el cínico lirismo de ciertas escenas (la última secuencia en que Ryan echa las medallas en un barranco) y la descripción muy walsiana del personaje de Montana, hermano del sargento Croft en Los desnudos y los muertos y se sostienen por una puesta en escena incisiva.

Más dura será la caída…
Venganza mortal ya es el comienzo de la decadencia. Con dos de los más bellos temas westernianos (el aprendizaje del hombre y la amistad) aparecen diálogos muy psicológicos para ser honestos. Bajo la maléfica influencia de Europa, el western hace penar a Mann en filmar su siguiente película en blanco y negro. Esclavo de la avaricia es penosa. De la novela de Caldwell, símbolo de toda una atmósfera, igual de auténtica que vaso de bourbon tibio, Mann se adhiere al elemento escandaloso, se revela a veces igual ante un error estupefaciente (la muerte de Aldo Ray). Todo falta en este filme: la evocación del clima social, el destino de esos pobres blancos, la verdad de sus personajes. Hecho inhabitual, Hombre del Oeste es un western tenso; a la serenidad de sus dos westerns precedentes opone Mann personajes complicados y equívocos. Un sorprendente olor a muerte (casi de cadáver) se libera de esta obra violenta donde sentimos los cuerpos pudrirse al sol y a los seres destruirse. Los que recordamos a Stewart, hombre y héroe bueno por excelencia, descubrimos un Gary Cooper como héroe sádico y desgarrado que declara: “envié a asesinar. Envié a asesinarlos hasta el final, mientras tanto hube de hacerlo para ser diferente”. Estamos en las antípodas de los guiones de Borden Chace, de aquel idealismo del Oeste. Penetramos al interior de un necrófago. Mann, después de retirarse en Espartaco porque no se entendía con Kirk Douglas, filma Cimarrón, remake del clásico de Ruggles. Bella epopeya subestimada desde su aparición, el filme merecería un análisis más largo. A pesar de las fallas en el guión y una filmación caótica, Mann realiza entonces su última gran película: en la obertura de Oklahoma, el espíritu pionero de Yancey Cravat, el honor indestructible de él mismo, la descomposición del ideal de los conquistadores absorbido por la voluntad de ganancia de los capitalistas, en tantas páginas inspiradas que nos remiten diez años atrás, a la gran época de Mann. Será en otra parte un azar si es la primera vez luego de Cathy O’Donnell en Hambre de venganza, que descubrimos en Anne Porter a una de esas figuras de mujer en las que Mann realiza una de sus más bellas pinturas. El reencuentro de Mann con Bronston será el golpe de gracia. Repasemos rápidamente: El Cid, del cual la mayor parte de sus buenas escenas fueron dirigidas por el segundo equipo de filmación. Ahí también es increíble el trabajo de Mann: efectos trillados de primera mano, montaje pirotécnico (el combate entre Sancho y Alfonso es indigno del autor de El precio de un hombre) es todo el tiqui-traque de sus inicios, esta vez un triste retorno a sus fuentes. La caída del imperio romano es todavía más mediocre y fuera del duelo final y –una vez más- del segundo equipo, estamos ante la incapacidad de descubrir la pasta de Mann. Igualmente demagógica y nula resulta Los héroes de Telemark es de nuevo un buen tema desperdiciado: nada más que no hubo intento de tratar el problema de la Roma decadente, y Mann se interesó con cierto peripatetismo en la batalla por el agua pesada. En cuanto a su último filme, Réquiem por un Dandy, que se atribuye a Laurence Harvey, no es más que uno de esos numerosos filmes de espionaje producidos con frecuencia en Inglaterra…

Citando como a dos de sus cuatro mejores filmes en su carrera, El Cid y Esclavo de la avaricia, Mann nos deja sin palabras…, Nos deja desfasados. Estuvimos así constantemente en relación con este realizador profundamente dotado pero simbólico, igual que muchos otros (Preminger, notoriamente), del derrumbe hollywoodense. ¿Estará en vías de filmar ahora? Y sobre todo cuando Mann se complace en describir los sobresaltos animales de Tina Louise en Esclavo de la avaricia, que no es más que el rechazo contable que deseábamos eliminar luego de la Janet Leigh en El precio de un hombre, bella, trémula, totalmente femenina…

Fuente: http://www.cineforever.com/2011/02/08/anthony-mann-por-patrick-brion/

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