viernes, 7 de mayo de 2010

The Steel Helmet. Samuel Fuller 1951





THE STEEL HELMET (Casco de acero, 1951) supone no solo uno de los primeros exponentes de la filmografía como realizador de Samuel Fuller sino, sobre todo, su primera aportación dentro del cine bélico. Será este uno de los géneros que el norteamericano frecuentó con más incidencia a lo largo de su trayectoria, dejando en sus propuestas no solo unos rasgos de descripción psicológica, la plasmación de conflictos inmanentes a sus personajes y al propio contexto social norteamericano, o un notable desprecio por el desarrollo de una acción más o menos convencional. Por el contrario, incorporó el máximo grado de abstracción posible para plantear un título tras otro la atrocidad generalizada que supone el hecho de la guerra. Se trata este último de un concepto que le fue negado a la hora del análisis de todos estos títulos, al través de la mirada de unos comentaristas que parecían escandalizarse de los diálogos y las situaciones que mostraban el conflicto racial existente en una Norteamérica que necesitaba de todas sus etnias para participar en el hecho bélico, pero que en la vida diaria, mantenía recluidos los derechos de dichas minorías como si estos fueran seres “de segunda”. Fuller no desaprovechó la oportunidad que le brindó Robert Lippert para realizar, con un presupuesto de poco más de cien mil dólares y apenas diez días de rodaje, una recreación de las andanzas de una patrulla de soldados norteamericanos en la guerra de Corea. Gracias a ese rápido rodaje, THE STEEL… se convirtió en el primer exponente cinematográfico de dicho conflicto bélico, logrando por ello un notable éxito popular, aunque fuera recibido con polémica entre la crítica USA de la época.



No es de extrañar que ello sucediera, ya que en ejemplos como este resulta mucho más fácil detenerse en analizar la superficie, que intentar profundizar en aquellos elementos que finalmente permiten considerar la valía de esta primera apuesta de Fuller en el género bélico. Digamos a este respecto que THE STEEL… queda definida como un claro ejemplo de la serie B norteamericana. Desde un cast formado por actores característicos pero ninguna estrella o primera figura de la profesión –en el que utilizaría por vez primera en su cine al entonces debutante Gene Evans-, pronto atisbaremos que prácticamente la película se desarrollará en dos escenarios muy concretos, el primero de los cuales será un nocturno cubierto de niebla y rodado evidentemente en estudio. Pese a esas limitaciones materiales, el realizador se las ingeniará para ofrecer un auténtico apólogo moral logrando plasmar un auténtico microcosmos, que tendrá su inusual ágora en ese templo budista que tomarán inicialmente de manera respetuosa los norteamericanos, hasta que poco a poco comprendan que están siendo observados por un gran número de soldados japonenses, e incluso antes de dicha “invasión” ya desde lo alto del campanario uno de los coreanos ha estado a punto de matar a los soldados. Es decir, nos encontramos con un terreno abierto para la abstracción, en cuyo contexto concreto en apariencia pero en realidad difuso, Fuller dejará entrever algunos de los elementos temáticos con los que irá conformando su filmografía posterior. Entre ellos, la plasmación del absurdo y la locura colectiva que supone la guerra, al tiempo que una mirada revestida de cierta enjundia en torno a la diversidad social e incluso el alcance de las minorías en la realidad norteamericana. Serán facetas estas, que tendrán sin duda un desarrollo más profundo y perfilado en títulos posteriores, pero no es menos cierto que planteado en una película de iniciales cortos vuelos –su coste apenas superó los cien mil dólares- y en un contexto en donde era aún difícil emerger del carácter apologético a la hora de tratar desde cierta perspectiva crítica el conflicto de Corea. A partir de dicho contexto genérico, es donde quizá cabría apreciar en su justa medida el carácter revulsivo que THE STEEL… planteó en su momento. Sin embargo, no creo que sea esa la vertiente por la que deberían valorarse las cualidades más evidentes de la propuesta, ya que estas se centran en la intensa puesta en escena que el norteamericano logra desplegar desde el inolvidable comienzo del metraje. Ese primer plano de un casco que preside los títulos de crédito, y que nos anunciará el inicio de la angustiosa odisea de un soldado –único superviviente de una escaramuza que ha dejado su alrededor sembrado de cadáveres-, que en travelling mostrará el hecho de encontrarse atado con las manos a la espalda. A partir de ese impactante comienzo –muy pronto Fuller comprendería que no había nada mejor que un buen planteamiento de partida para lograr prender instantáneamente el interés del espectador-, la película planteará la habilidad del realizador para crear una atmósfera casi fantasmagórica, jugando prácticamente con el uso de nieblas artificiales en un bosque creado en estudio, y en donde las leves acciones permanecerán dominadas por la ubicación de los actores dentro del encuentro, o el uso de los tiempos muertos. Un fragmento este casi pesadillesco en su aparente simplicidad, que nos permitirá un bloque más amplio desarrollado en el interior del templo budista –admirable ese plano que describe la magnificencia exterior del mismo enmarcado en la frondosidad del bosque-. A partir de la ubicación del pequeño comando en el templo, se desplegará una combinación de pequeños episodios, algunos dominados por su tensión puramente física –la granada a la que se le ha soltado la espita y que se encuentra en la barriga del teniente Driscoll (Steve Brodie)-, o en otros momentos estableciendo los matices –algo toscos vistos con la distancia del paso de más de medio siglo- en donde se plantean reflexiones sobre la diversidad étnica existente en la Norteamérica de aquel tiempo.



Unamos a ello la oportuna descripción de la tipología de personajes y, sobre todo, la espléndida utilización del decorado en donde se describe la acción –especialmente memorable resulta el aprovechamiento iconográfico que se ofrece de la figura central del buda, que en no pocos momentos parece cobrar vida propia, expresándose mediante la planificación como auténtico referente moral de las acciones de los improvisados inquilinos del templo, que han violentado con su presencia la previa paz que regía el mismo antes de su llegada. Esa mezcolanza de situaciones y elementos, son tratados con destreza por la mano de un realizador que sabía ofrecer un acusado sentido de la progresión en sus relatos, que siempre apelaba por la originalidad y el riesgo pero que, también en ciertas ocasiones, deja entrever el predominio del Fuller guionista sobre el Fuller director, quedando situaciones sobre el papel atractivas revestidas de cierta retórica –como la manera con la que se despide el cadáver del niño –el encuadre con sus botas, el llanto escondido del sargento Zack, la caída del casco que este portaba-. Afortunadamente, otros momentos si que alcanzan la contundencia e incluso la emotividad requerida –como ese conmovedor instante final, en el que Zack cambiará su casco por el que hasta entonces portaba Driscoll, que se encuentra sobre su tumba-, logrando complementar un conjunto atractivo, retórico en algunos episodios, apasionante en otros, pero en todos sus fotogramas revelador de las capacidades de un director que ya entonces manifestaba su poderosa forma cinematográfica, al tiempo que lograba establecer a partir del rasgo abstracto de su propuesta, un auténtico precedente de algunos de los mejores episodios de la célebre serie The Twlight Zone. Cierto, se trata esta de una serie inclinada al terreno fantástico, pero sus atmósferas parecieron tener un referente en esta modesta, irregular pero por momentos admirable muetra de serie B.













Texto: http://thecinema.blogia.com/2009/101701-the-steel-helmet-1951-samuel-fuller-casco-de-acero.php

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